Anaís Aluicio, Psicóloga Clínica

PSICÓLOGA CLÍNICA

Diplomado en Docencia Universitaria. Universidad San Sebastián.
Pasantía Clínica. Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile. Santiago, Chile.
Diplomado Psicología Clínica: Psicodiagnóstico y Psicoterapia. Universidad de Chile. Santiago, Chile.
Psicología. Mención Psicología Clínica. Universidad Santo Tomás. Santiago, Chile.
Psicología. Universidad de La Habana. Cuba




miércoles, 21 de mayo de 2008

¿Cuántas redes necesito para ser feliz?

A propósito de algunas experiencias personales, y del orgullo y la alegría que me genera ejercer mi profesión, hoy me gustaría reflexionar acerca de las vivencias relacionadas con el trabajo y la profesión en la vida.
Partamos por el hecho de que lo que creemos que somos conforma una entidad psicológica llamada “autoconcepto”, que cada uno de nosotros desarrolla a lo largo de la vida, y que va cambiando en la medida que vamos formando nuestra identidad. O sea, quiénes somos implica también lo que hacemos y de qué somos capaces, y también cómo nos sentimos al respecto de lo que somos. Es decir, que la manera en que nos conceptualizamos a nosotros mismos tiene influencia en nuestra autoestima, en cuánto nos queremos, o nos creemos merecedores de nuestra felicidad o desdicha.
Esta que reproduzco acá es la historia de un pescador. Es una versión de la original, que escuché hace algún tiempo:
En cierta ocasión iba un ejecutivo muy exitoso paseando por una playa. Era el mediodía cuando se encontró con un pescador que felizmente recogía sus redes llenas de pescado. El ejecutivo le preguntó si no era muy temprano para dejar de trabajar. El pescador le miró de reojo y, sonriendo mientras recogía sus redes, le dijo que había pescado lo que necesitaba y que por lo tanto, ya podía regresar a su casa. Incrédulo, el ejecutivo siguió cuestionándolo y el pescador, sorprendido, le respondió:
Mire, yo me levanto por la mañana a eso de las nueve, desayuno con mi mujer y mis hijos, luego les acompaño al colegio, y a eso de las diez me subo a mi barca, salgo a pescar, faeno durante cuatro horas y a las dos estoy de vuelta. Con lo que obtengo en esas cuatro horas tengo suficiente para que vivamos mi familia y yo, sin holguras, pero felizmente. Luego voy a casa, como tranquilamente, hago la siesta, voy a recoger a los niños al colegio con mi mujer, paseamos y conversamos con los amigos, volvemos a casa, cenamos y nos metemos en la cama felices.
El ejecutivo intervino una y otra vez, proponiéndole al pescador que invirtiera más tiempo, para ganar más dinero, y comprar nuevos materiales que le permitieran, en un horario de 8 de la mañana a 10 de la noche, lograr una pequeña flota de barcos, con pescadores a quienes él debería dirigir, para convertirse así, en un hombre exitoso y rico como él.
El pescador, sin comprender el sentido de lo que aquel hombre estaba diciendo, después de escucharlo planificarle su vida por los próximos 20 ó 30 años de trabajo, una vez más, preguntó “¿y eso, para qué?” y el exitoso ejecutivo, desconcertado por la pregunta, respondió:
¡Cómo se nota que usted no tiene visión empresarial ni estratégica ni nada de nada! ¿No se da cuenta de que con todos esos barcos tendría suficiente patrimonio y tranquilidad económica como para levantarse tranquilamente por la mañana a eso de las nueve, desayunar con su mujer e hijos, llevarlos al colegio, salir a pescar por placer a eso de las diez y sólo durante cuatro horas, volver a comer a casa, hacer la siesta, recoger a los niños al colegio con su mujer, pasear y conversar con los amigos, volver a casa, cenar y luego meterse todos felices en la cama?

Entonces, mientras el ejecutivo necesitaba tener una vida de esfuerzos e inversiones para, sólo al final, disfrutar de ciertos momentos de gozo, el pescador disfrutaba su barca, su familia y su tiempo, haciendo lo que necesitaba para vivir feliz.
Esta ecuación no falla: mientras más nos dediquemos a aquello que realmente nos identifica, más orgullosos estaremos de nuestros logros, porque no implicarían solamente una forma de ganar dinero para obtener ciertas comodidades y bienes materiales, sino disfrutar cada día, cada hora, cada papel escrito, cada pescado, cada "salida a la mar".
Entonces, resulta especialmente relevante darse cuenta de los sacrificios que creemos que debemos hacer y los beneficios que obtenemos a través de ellos. Pregúntese: ¿Valen la pena? ¿Es esto lo que me hace feliz? Quizás la felicidad no está en lo que vamos a lograr viviendo una vida sacrificada para llegar a un día determinado en que lograremos todo aquello que hemos pospuesto, sino en disfrutar cada día lo que hacemos, y para eso, hay que ser la persona que queremos y necesitamos ser para ser felices. A lo mejor una pura red nos alcanza para conquistar la felicidad.

EMIGRE A RATOS EN SU PATRIA: AUMENTE EL CI SIN ESTRESARSE…


En un mundo como el nuestro, en el que en muchas ocasiones las realidades económicas, políticas y sociales son mejores lejos de nuestros países de origen, la emigración es un fenómeno muy común. Sin embargo, no por frecuente resulta poco complejo.
Son pocas las personas que acuden a las consultas psicológicas “por ser emigrantes”, sin embargo, en países donde el porcentaje de emigrantes es muy alto, este fenómeno es causal de consultas en tanto genera síntomas asociados con depresión, ansiedad, e incluso trastornos adaptativos. O sea, que las personas acuden por el malestar asociado a vivir en un país que no es el propio. Pero, ¿cuál es ese malestar? La emigración en sí no es el problema, sino el proceso de aculturación que sufren las personas que emigran. Y, ¿qué es la aculturación? Ese proceso caracteriza los cambios en la conducta y en la psiquis de las personas, que ocurren como resultado de la interacción con individuos de otros grupos culturales. Entonces, la aculturación es el proceso que viven las personas que abandonan su cultura en particular, para insertarse en otra. Esta inserción supone un nivel de estrés que puede variar de acuerdo a múltiples aspectos. Por ejemplo, resulta menos estresante vivir en un país donde el idioma, el clima, las opciones laborales, etc. no sean muy diferentes a las del lugar natal. Por otra parte, los países donde la cultura está marcada por tendencias religiosas muy fuertes, como los países islámicos, supondrían cambios mayores para alguien que haya nacido en la cultura occidental. O sea, que mientras más drástico el cambio, más fuerte es el proceso de aculturación, y supondría un estrés mayor.
Pero no nos vayamos a los extremos. Si analizamos el proceso de aculturación entre países vecinos, veríamos que es bien fuerte también; dependiendo además de las concepciones sociales que existan acerca de la nacionalidad del que emigra en el país de destino. Por ejemplo, la situación política actual entre Chile y Bolivia supondría un proceso de aculturación más complicado para un chileno que llega a La Paz, que para un costarricense que arriba al mismo sitio. Sin embargo, aunque la emigración tome lugar entre países muy cercanos y similares culturalmente, es siempre un proceso que implica estrés, añoranza, y cierta tristeza; pues involucra para el que emigra dejar atrás todo lo que le era cotidiano, desde la familia y los amigos, hasta la forma de llamarle a las micros, sin dejar de mencionar a los perros callejeros o la forma de hacer filas.
Es por eso que mi objetivo es transmitir un mensaje bien explícito: el hecho de que el mundo esté distribuido en países implica que todos somos extranjeros en el mundo entero excepto en un solo sitio: en el lugar donde nacimos. Y visto desde este punto de vista, tenemos más lugar para ser emigrantes que para no serlo. Conocer emigrantes nos prepara para ser ciudadanos de otra parte del mundo, pues toda interacción entre personas de nacionalidades distintas es un proceso de aculturación en mayor o menor medida. Por eso, le recomiendo que se someta a esos procesos, con la tranquilidad de que cuando regrese a su casa va a “tomar once” y no a “cenar” y de que va a poder ver su programa favorito en la TV, en su idioma natal.
Myrtha Gajardo, una ilustre y muy querida profesora de la Universidad Santo Tomás, decía que viajar aumenta el Coeficiente Intelectual, porque nos obliga a reestructurar nuestros esquemas y nos aporta flexibilidad al pensamiento, porque nos vemos en la necesidad –y repito-, en la necesidad de re-pensar nuestras costumbres y modos de conducirnos ante la vida. Yo le propongo que si no viaja, enriquezca su CI interactuando con personas de otras culturas. A lo mejor un mojito o una caipiriña le dan un par de puntos más…