Este es un extracto de mi comentario en la celebración del Día del Psicólogo, que celebramos en la UST, el 12 de noviembre de 2008.
(...)
Primeramente, antes de comenzar a hablar de mi experiencia laboral, me gustaría hacer referencia a un par de puntos que son de vital importancia para la exposición posterior.
Yo ingresé a la Universidad Santo Tomás con estudios previos de Psicología en Cuba, mi país natal. (...) Hice mi proceso de ingreso, y con el pasar de los semestres, amé y repudié profundamente a muchos profesores, para después darme cuenta de que gracias a sus falencias y virtudes me quedé con lo mejor de cada uno de ellos. Aunque creo que el semestre que cometí la osadía de tomar 10 ramos los odié a todos… (aunque igual me eximí de dar examen final en 7 de esos 10)
Pronto llegó el momento de elegir mención, y aunque siempre supe que yo era clínica de cuerpo y alma, tuve algunas “aventuras” en otras menciones, sin embargo; un día me vi en un box del CAPs, sola, con una paciente que creía más que yo en mi capacidad de ayudarla, y critiqué que nos hicieran esto (a ella y a mí), en un momento en el que aún yo estaba “poco preparada”. Sin embargo, tal como me había pasado antes, cuando llegué a mi práctica laboral en 5to año, me di cuenta de que nosotros podíamos hablar de pacientes bastante más cómodamente que los de otras universidades de más linaje.
Durante mi práctica profesional, para mí la Psicología Clínica era puramente institucional. Se seguían las normas del lugar que nos acogió, y tanto nosotros como los pacientes debíamos obedecerlas. Una vez más, la primera reacción fue de cuestionamiento y crítica negativa ante ciertas reglas, que obviamente nosotros sabríamos adaptar mejor que esos profesionales que llevaban años siendo psicólogos, muchos de ellos, dicho sea de paso, creadores de modelos “supraparadigmáticos” o “inauguradores” de institutos… Cuando egresé y me dieron el Certificado de Título, me arrendé una consulta por un día a la semana y cuando vi que las reglas las podría colocar yo, que nadie me iría a corregir y que si un paciente entraba en crisis yo estaría más sola que guardiana de faro, quería que alguien, ¡por favor!, me controlara la hora de entrada, y que de pasadita, pusiera a mi disposición un psiquiatra, un test de Rorschach, un TRO y un par de secretarias; pero más que nada, yo echaba de menos a mi supervisora, sí, ¡a mi supervisora!
Así, abrí los ojos a un mundo de responsabilidad profesional y a cada minuto, cual discípula obediente, me preguntaba en mi soledad laboral: ¿qué diría Carmen Luz de esto? me asocié a un co-terapeuta y entre los dos hacíamos lo que aprendí a hacer en mi pre-práctica y práctica: a funcionar como un equipo de trabajo y a compartir nuestras experiencias y resúmenes de sesiones con los pacientes. Poco a poco, me fui dando cuenta de que los psicólogos nos seguimos creyendo durante la formación de pregrado que sólo cuando egresemos lo sabremos todo, y en cierta forma ya lo íbamos sabiendo, aunque no “nos creíamos el cuento”, y no nos sentíamos capaces de “ser psicólogos”.
Después, por las vueltas de la vida, un par de correos oportunos, mucho atrevimiento y un currículum con asesoría, comencé a trabajar como docente… y ahí empecé a pensar en los profes que amé y repudié, y sentí que esta vez yo estaba del otro lado de la cancha… lista para ser amada por unos y repudiada por otros, y me di cuenta de que Bandura tenía razón, porque me vi haciendo cosas que aprendí sin saber que las había aprendido, me descubrí imitando a unos profesores y evitando seguir el ejemplo de otros. O sea, que incluso los profesores que yo creía no tan buenos me guiaron en el camino. Por otra parte, esa “aventura” que tuve con la mención Educacional se convirtió en una relación estable, pero, por alguna razón, parece no haber incompatibilidad de caracteres entre estos dos amores.
Tuve la crisis normativa correspondiente, pero ya me acostumbré a que me trataran de “usted”, y bien rápido comencé a hacer dos Diplomados, que fueron el complemento perfecto para la formación de pregrado que había tenido, y que además me abrieron muchas puertas. Después de que otras tantas se cerraran.
Actualmente, hago clases en horario diurno y vespertino, y atiendo pacientes una vez a la semana. Estudio más que cuando estaba en la universidad, pero ahora la nota la ponen los destinatarios de mis búsquedas bibliográficas: mis estudiantes y mis pacientes, cuando aprenden o no, cuando ocurre cambio en psicoterapia, o no. Créanme que son mucho más exigentes que cualquier profesor.
Creo que hasta hoy, las lecciones más importantes han sido que nunca se termina de aprender, que el trabajo colaborativo es mil veces más enriquecedor y provechoso que las tareas que se enfrentan a solas, y que se es psicólogo a secas, porque la Psicología está en todo y en todos, y que sin tender a ser “expertos en nada”, no podemos enajenarnos de la labor de las otras áreas, porque nuestro objeto de estudio, en el fondo, es el mismo, aunque pongamos el énfasis en ciertos procesos.
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Primeramente, antes de comenzar a hablar de mi experiencia laboral, me gustaría hacer referencia a un par de puntos que son de vital importancia para la exposición posterior.
Yo ingresé a la Universidad Santo Tomás con estudios previos de Psicología en Cuba, mi país natal. (...) Hice mi proceso de ingreso, y con el pasar de los semestres, amé y repudié profundamente a muchos profesores, para después darme cuenta de que gracias a sus falencias y virtudes me quedé con lo mejor de cada uno de ellos. Aunque creo que el semestre que cometí la osadía de tomar 10 ramos los odié a todos… (aunque igual me eximí de dar examen final en 7 de esos 10)
Pronto llegó el momento de elegir mención, y aunque siempre supe que yo era clínica de cuerpo y alma, tuve algunas “aventuras” en otras menciones, sin embargo; un día me vi en un box del CAPs, sola, con una paciente que creía más que yo en mi capacidad de ayudarla, y critiqué que nos hicieran esto (a ella y a mí), en un momento en el que aún yo estaba “poco preparada”. Sin embargo, tal como me había pasado antes, cuando llegué a mi práctica laboral en 5to año, me di cuenta de que nosotros podíamos hablar de pacientes bastante más cómodamente que los de otras universidades de más linaje.
Durante mi práctica profesional, para mí la Psicología Clínica era puramente institucional. Se seguían las normas del lugar que nos acogió, y tanto nosotros como los pacientes debíamos obedecerlas. Una vez más, la primera reacción fue de cuestionamiento y crítica negativa ante ciertas reglas, que obviamente nosotros sabríamos adaptar mejor que esos profesionales que llevaban años siendo psicólogos, muchos de ellos, dicho sea de paso, creadores de modelos “supraparadigmáticos” o “inauguradores” de institutos… Cuando egresé y me dieron el Certificado de Título, me arrendé una consulta por un día a la semana y cuando vi que las reglas las podría colocar yo, que nadie me iría a corregir y que si un paciente entraba en crisis yo estaría más sola que guardiana de faro, quería que alguien, ¡por favor!, me controlara la hora de entrada, y que de pasadita, pusiera a mi disposición un psiquiatra, un test de Rorschach, un TRO y un par de secretarias; pero más que nada, yo echaba de menos a mi supervisora, sí, ¡a mi supervisora!
Así, abrí los ojos a un mundo de responsabilidad profesional y a cada minuto, cual discípula obediente, me preguntaba en mi soledad laboral: ¿qué diría Carmen Luz de esto? me asocié a un co-terapeuta y entre los dos hacíamos lo que aprendí a hacer en mi pre-práctica y práctica: a funcionar como un equipo de trabajo y a compartir nuestras experiencias y resúmenes de sesiones con los pacientes. Poco a poco, me fui dando cuenta de que los psicólogos nos seguimos creyendo durante la formación de pregrado que sólo cuando egresemos lo sabremos todo, y en cierta forma ya lo íbamos sabiendo, aunque no “nos creíamos el cuento”, y no nos sentíamos capaces de “ser psicólogos”.
Después, por las vueltas de la vida, un par de correos oportunos, mucho atrevimiento y un currículum con asesoría, comencé a trabajar como docente… y ahí empecé a pensar en los profes que amé y repudié, y sentí que esta vez yo estaba del otro lado de la cancha… lista para ser amada por unos y repudiada por otros, y me di cuenta de que Bandura tenía razón, porque me vi haciendo cosas que aprendí sin saber que las había aprendido, me descubrí imitando a unos profesores y evitando seguir el ejemplo de otros. O sea, que incluso los profesores que yo creía no tan buenos me guiaron en el camino. Por otra parte, esa “aventura” que tuve con la mención Educacional se convirtió en una relación estable, pero, por alguna razón, parece no haber incompatibilidad de caracteres entre estos dos amores.
Tuve la crisis normativa correspondiente, pero ya me acostumbré a que me trataran de “usted”, y bien rápido comencé a hacer dos Diplomados, que fueron el complemento perfecto para la formación de pregrado que había tenido, y que además me abrieron muchas puertas. Después de que otras tantas se cerraran.
Actualmente, hago clases en horario diurno y vespertino, y atiendo pacientes una vez a la semana. Estudio más que cuando estaba en la universidad, pero ahora la nota la ponen los destinatarios de mis búsquedas bibliográficas: mis estudiantes y mis pacientes, cuando aprenden o no, cuando ocurre cambio en psicoterapia, o no. Créanme que son mucho más exigentes que cualquier profesor.
Creo que hasta hoy, las lecciones más importantes han sido que nunca se termina de aprender, que el trabajo colaborativo es mil veces más enriquecedor y provechoso que las tareas que se enfrentan a solas, y que se es psicólogo a secas, porque la Psicología está en todo y en todos, y que sin tender a ser “expertos en nada”, no podemos enajenarnos de la labor de las otras áreas, porque nuestro objeto de estudio, en el fondo, es el mismo, aunque pongamos el énfasis en ciertos procesos.
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